Problemas con los helados (por Leo Masliah)

No hacía tanto calor. Sin embargo, el helado se derretía rápidamente. Para colmo, se lo habían
servido en un cucurucho tan diminuto que las gotas de helado derretido iban a parar a su camisa y a
su pantalón.
Lo tiró antes de terminarlo. Para disfrutar de un helado hay que tener un mínimo de paz
espiritual, se dijo. Esto es una tortura.
La servilleta que envolvía el cucurucho había pasado a formar parte de él (catalizada por el
helado), por lo que Dominguelli tuvo que buscar el baño de un bar, para lavarse.
Pero eso concernía a las manos y a la boca, nada más. Para la camisa y el pantalón se necesitaba
algo más que un poco de agua. Las prendas mancilladas clamaban por venganza.
—Mire cómo me dejaron la ropa —Derrito Dominguelli entrando a la heladería.
—¿Nosotras? —la cajera no se dejó intimidar—. Si usted no sabe sostener el cucurucho, pida el
helado en vaso.
—Está equivocada: sé sostener el cucurucho—Dominguelli se abrió la bragueta y realizó una
demostración práctica con lo que tenía más a mano. Mientras lo hacía, no reprimió un impulso
excretor que le vino, y hasta lo consideró muy oportuno para punir a esa gente por el mal servicio
que ofrecía. Dominguelli trató de cubrir con el chorro una zona lo más amplia posible, incluyendo
la cara de la cajera y de la empleada que le había servido el helado. Pero debió cortar el suministro
antes de vaciar del todo su vejiga, porque las mujeres se habían puesto a gritar por ayuda y un
hombre con delantal blanco —quizá el que fabricaba los helados— apareció corriendo una cortina y
se abalanzó en pos de Dominguelli. Este huyó y logró guardar todo y cerrar la bragueta antes de
subir a un providencial ómnibus en marcha que por descuido del chofer tenía abierta la puerta
trasera. Como estaba prohibido subir por ahí, Dominguelli fue obligado a descender, pero eso fue en
la parada siguiente, una cuadra más adelante, y esa ventaja bastó para desembarazarse del
perseguidor.
Ahora voy a ir a tomar un helado como la gente, se dijo Dominguelli. Tomó otro ómnibus. Pagó
boleto y se sumó a las ochenta y siete personas que viajaban de pie sobre otros tantos pasajeros que
habían sido aplastados por las primeras a medida que el ómnibus se había ido llenando.
Subió un inspector, y empezó a controlar los boletos. Dominguelli oyó un gran revuelo, formado
por discusiones, protestas y algún que otro golpe de puño. Permaneció ajeno a esto hasta que el
inspector le pidió su boleto. Entonces vio que en la mano sólo tenía un papel en blanco. Un nuevo
truco de la compañía para paliar los efectos de la crisis del petróleo: números y letras impresas en el
papel con tinta que se borra pocos minutos después de haber sido expedido el boleto. Dominguelli,
como todos los demás, debió pagar por segunda vez el importe del viaje.
Dominguelli bajó cuando vio que subía el segundo inspector. Igual de acá son pocas cuadras.
Le quedaba el dinero justo para un helado chico. Un solo sabor. Lo pidió de dulce de leche.
—Este es un lugar de prestigio —le dijo el heladero. —No vendemos eso.
—¿Porqué?
—Tomarse un helado de dulce de leche es como comerse una omelet de huevo.
Conceptualmente sí. Fíjese: la omelet ya de por sí se hace con huevo. Huevo y alguna otra cosa. El
helado se hace con leche, azúcar y alguna otra cosa. El dulce de leche es leche y azúcar. Por eso le
digo que es como comerse una omelet de huevo. A menos que usted me esté pidiendo un helado de
chuflo.
Dominguelli tomó eso como un insulto.
—Eso servítelo para vos —dijo.
—Lo que yo me sirva para mí es problema mío —contestó el heladero. —Si vas a tomar un helado pedímelo. Si no. anda a cagar.
—No, gracias, prefiero hacerlo acá mismo —dijo Dominguelli , y desprendiéndose el cinturón,
empezó a hacer fuerza para mover el intestino. El heladero, adivinando la intención, dio la vuelta al
mostrador. Dominguelli vio entonces que el hombre era mucho más grande de lo que le había
parecido, y se asustó, haciéndose en el acto en los pantalones. Pero logró sacárselos antes de que el
heladero lo golpeara, y los usó como escudo para protegerse. Si me pegas te cagas las manos, le dijo
innecesariamente, porque el otro no era ciego ni tenía la nariz tapada. Retrocedió y fue al teléfono,
dudando entre llamar a la policía, al manicomio o a los bomberos. Dominguelli aprovechó para
acercarse al bebedero y se sentó sobre él, utilizándolo como bidé, para limpiarse. Luego arrancó la
cortina de la entrada, que estaba formada por cintas multicolores de plástico, y huyó, utilizándola
como taparrabos.
Tomó un ómnibus, pero no pudo pagar el boleto porque había dejado su dinero en el pantalón, y
el pantalón había quedado en la heladería. Lo obligaron a bajar. Dominguelli tuvo que seguir su
viaje a pie, pero se reconfortó diciéndose: «No importa; igual, no tengo nada que hacer, hoy es
domingo».

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