Octubre en las vías del tren (por Jack Kerouack)

Había un pequeño callejón en San Francisco detrás de la estación de Southern Pacific, en la Tercera y Townsend, de ladrillos rojos en las perezosas tardes somnolientas, y todo el mundo trabajando en oficinas y en el aire sentías la pesada prisa del frenesí de sus conmutadores para luego ser arrastrados en masa desde los edificios de Market y Sansome, a pie o en autobuses, todos bien vestidos en medio de los demás trabajadores de Frisco, camioneros de la Walkup, e incluso la remarcable mugre de la Calle Tercera con vagabundos perdidos y Negros desesperanzados y la larga calle Este a la izquierda y el sentido de la responsabilidad y el esfuerzo; y ahora todo lo que hacen es quedarse allí escupiendo el cristal, a veces cincuenta sobre una misma pared de la Tercera y Howard durante toda la tarde, y todos esos productores de corbatas limpias de Milbrae y San Carlos y los conmutadores de América y la Civilización del Acero apresurándose a la par de las Crónicas de San Francisco y los boletines verdes con noticias, y sin tiempo suficiente para ser desdeñosos, tienen que tomar la 130, la 132, la 134, la 136 calle arriba hasta la 146 a la hora de cenar en sus casas, linderas a las vías, mientras que altas en el cielo las estrellas mágicas viajan por encima del carbón ardiente de los trenes de carga.

Todo esto en California, un mar que yo nado afuera, en las tardes de ardiente meditación final con mis jeans y un pañuelo en la cabeza o la linterna de guardafrenos o (si no estoy trabajando) con un libro, miro hacia arriba el cielo de perfecta pureza perdida y siento como la madera de la vieja América se comba debajo de mi y tengo conversaciones alocadas con Negros bajo las ventanas del segundo piso y todo nos invade, los bruscos movimientos de los furgones en aquel pequeño callejón tan parecido a los callejones de Lowell y oigo lejos los motores llamando a las montañas de la misma forma en que nos llama la noche.

Y era aquel contorno de nubes que podía siempre ver encima del pequeño callejón de Southern Pacific, las ráfagas flotando desde Oakland o la entrada de Marin al sur o de San Jose al norte, la claridad de California que detiene tu corazón. Era ese adormecerse fantástico y el impacto del murmullo de las chimeneas en las tardes de la infancia, nada que hacer, el viejo Frisco, fin de la tristeza de la tierra – la gente – el callejón lleno de camiones y cerca los autos de los negociantes, y nadie supo o se preocupó en saber quien era yo, todo lo que soy con tres mil quinientas millas desde mi nacimiento – todo abierto, y volviéndose parte de mí al fin, en la Gran América.

Ahora es de noche en la Calle Tercera, el neón fulge y los focos amarillos de desastres imposibles-de-creer con oscuras, arruinadas sombras tornándose en un desgarrado matiz amarillo, como una China degenerada sin dinero, – los gatos en el callejón de Annie, el cansancio que vuelve, gime, rueda, la calle que se llena de oscuridad. El cielo azul encima de las estrellas que penden sobre los techos de viejos hoteles y los calefactores lamentando el polvo del interior, la mugre dentro de las palabras cayendo diente a diente, las salas de lectura y el tictaqueo del gran reloj, las sillas crujientes al reclinarse y los viejos rostros que miran detrás de sus gafas sin armazón, compradas en alguna casa de empeño de Virginia o Liverpool, Ingltaterra mucho antes de que yo nacierse y a través de las lluvias han llegado hasta el final de la tristeza de la tierra, fin de alegría del mundo, todos los San Franciscos que tendrán que desmoronarse alguna vez y volver a arder.

Y yo camino, y una noche un vagabundo cayó dentro de un hoyo de una obra en construcción, allí donde están abriendo una cloaca, los roncos jóvenes de vaqueros desgastados de la Pacific & Electric que trabajan allí, y pienso a menudo en acercarme a ellos, a algún rubio de pelo ensortijado y camisetas ajada, y decirle “deberías pedir trabajo en el tren, es fácil, no te quedarías todo el día en la calle y ganarías mucho más,” pero el vagabundo había caído en el hoyo, uno de sus pies quedó fuera, en el mismo lugar donde una vez un M.G británico, conducido por algún excéntrico, se atascó mientras yo volvía a casa luego de una larga tarde de Sábado, cerca de Hollister, más allá de San Jose, a millas de distancia de la jugosa dicha, de los frescos campos de ciruelas, ahí se atasca un M.G británico, y las ruedas quedan hacia arriba y los vagabundos y los policías de pie alrededor, delante de la cafetería— y por la manera en la que lo rodeaban me di cuenta de que nunca podría conseguirlo, dado que no tenía dinero y ningún lugar adonde ir y Oh su padre había muerto y Oh su madre había muerto, y Oh su hermana había muerto, y Oh todos los suyos habían muerto, muerto.—- Y por entonces yo me acostaba en mi habitación en las largas tardes de Sábado, escuchando a Jumpin’ George con mi pinta de Tokay, sin marihuana, y reía debajo de las sábanas al oir aquella loca música, “Mama, he treats your daughter mean; Mama, Papa, y no te acerques aquí, porque te mataría, etc”; colocándome sin drogas en la penumbra de la habitación, y todos maravillados, sabiendo que el Negro, la esencia de América, habría siempre de hallar consuelo y propósito en las calles campesinas y no en lo abstracto de la moral, y que aún sin tener una iglesia, podías ver a sus pastores allí afuera, inclinándose frente a las mujeres, escuchar su voz vibrante diciendo, “Como quieras, Má, pero el gospel corrobora que el hombre nació del vientre de la mujer—” Y así y entonces, en aquel tiempo me salgo de mi saco de dormir y me hago a las calles cuando sé que no van a llamarme del tren hasta las 5 de la mañana del Domingo, y probablemente vaya a algún local en Bayshore, de hecho voy a un local en Bayshore siempre, y me meto en el bar más lacrimoso de todos los salvajes bares de este lado del mundo, en la Tercera y Howard, y allí, entre dementes, me emborracho y luego me marcho.

Aquella puta que se acercó una vez, en la noche, yo estaba allí con Al Buckle y me dijo, “¿Quieres jugar un rato esta noche, Jim?” y me di cuenta de que no tenía dinero suficiente, y más tarde le conté a Charley Low y él se rió y dijo, “¿Por qué pensaste que precisaba dinero? Siempre existe la posibilidad de que hubiera salido sólo por amor. No seas cretino.” Y ella era una chica linda y me dijo, “¿Cómo te gustaría hacerlo conmigo, amor?” y yo ahí como un idiota; y de hecho, me compré un trago, bebí, me emborraché y esa noche, en el Club 299, el propietario me golpeó y una banda se metió en la pelea mucho antes de que yo pudiera devolver el golpe, cosa que no hice, y luego en la calle, me di prisa para entrar nuevamente al lugar y ya había cerrado la puerta y me miraban por el vidrio espejado con rostros difusos— Y debería haberla pasado bien jugando con ella y su shurro-uruuruuruuruuruuruurkdiei


 

Este video fue uno de los últimos tweets de Ian Murdock.

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